OpiniónPolítica

Yo, el coloso

Por: Enrique Plasencia

Yo, el supremo coloso de la república, ordeno que al acaecer mi captura, no aparezca de mí el mínimo rastro y que todos crean, en su nada colosal ego, que he muerto no por mano propia sino por la de aquellos perseguidores de tercera clase, envidiosos de mis conferencias, las más caras del universo.

Algunos dirán que morí, otros serán menos imbéciles. Y para que no quepa certeza alguna, ordeno que mi cadáver jamás sea visto, que los honrados policías que me capturen crean que fui a mi cuarto a hablar con don Reyna –tampoco sabrán con cuál de los dos- y mientras repito la hazaña de los techos, allá por los noventas, encuentren el cuerpo de un inocente cerdo, engordado para tales efectos. Y ordeno que el cuerpo, mío o no, sea trasladado a uno de los más grandes hospitales, lo más lejos posible de mi pent house y donde el caos sea la divisa, antes que a una de las clínicas a las que también la plata les llega sola.

Ordeno que el cuarto poder arme todo el chanchullo que pueda y fotografíen, si es posible, hasta el corazón de una anticuchera con tal que este colosal pechito siga siendo noticia, aun más allá del averno.

Ordeno, además que mi no cuerpo sea velado en un ataúd cerrado, en estricto privado y que mis partidarios y familiares deban aprenderse de memoria las fantásticas “Instrucciones para llorar” de Cortázar.

El ataúd que contenga mis arrestos debe ser del mismo material de mi Cristo del Pacífico y en él se colocará a manera del pozo de los deseos, la relación de los cientos de mártires que yo mismo martiricé a lo largo de toda mi colosal vida de caballo desbocado.

Ordeno que luego, al acaecer mi muerte, y para seguir practicando mi francés achorado, un rayon du soleil anuncie al nuevo mundo la feliz noticia de mi entrada en la historia.

Ordeno que mi perro de chacra hable y salga en la tele, la radio, los diarios chicha, feis, guasap, butters.com o cualquier otro portal de irrealidad a decir que el suicidio es una de las cosas más dignas del universo y que, por tanto, he alcanzado el paraíso terrenal y soy presidente en una nueva y multidimensional estrella poco fugaz.

Yo, el supremo, el colosal, el papi riqui de la política peruana, ordeno que mi muerte sea mi vida y que mi vida sea mi muerte y que la suya sea un caos y un concurso de rascapies mientras yo, en algún lugar de mi mundo nuevo, reciba la canonización suprema de todos aquellos iluminados que han comprendido, por fin mi santidad.

Yo, el más más de todos los tiempos, ordeno que al acaecer mi captura se transmute en muerte, para que esos fiscalitos sean colgados en la picota de la vergüenza eterna. ¿Dónde se ha visto que tremendos igualados intenten tocar con más que pétalos de rosas al supremo coloso de la república? ¡Qué ardan en el fuego de los quintos infiernos! He ordenado, imbéciles.

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